Estamos acostumbrados a hablar de los hijos como si se tratase de algo propio, de una “posesión”. Tenemos un coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un perro y... “tenemos cuatro hijos”.
Es cierto que los niños nacen dentro de una familia, por lo que resulta natural que la familia asuma la responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño tiene un corazón, un alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos enseña que el alma, lo más profundo de cada uno, no puede venir de los padres, sino que viene de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la hermosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarle como al coche o al perro.
Los hijos no son propiedad de nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres de bien. Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Quienes hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no han tenido esta dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios éticos más elevados.
Esa es la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de un hijo bueno no se puede comprar ni con todo el dinero del Banco Mundial...
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